Manuscrito Encontrado en una Botella. Final de Temporada
Para
Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft
Pasaba
de la media noche. El único que se atrevía a transitar por la playa
vacía era nada más y nada menos que el retirado capitán Frederick.
Acompañado únicamente de su red y una caña de pescar se acercó
hasta el muelle y tras lanzar el sedal se sentó a esperar con su
inseparable habano que colgaba de la comisura de su boca.
El
cielo estaba repleto de nubes, pero aun así había la suficiente luz
como para escudriñar casi cualquier cosa que se ocultara dentro del
agua. Momentos después la caña comenzó a agitarse. El viejo
Frederick la tomo y comenzó a enrollar el sedal. Gracias a su vasta
experiencia no le llevo ni un minuto terminar de enrollar el sedal,
pero se llevó una gran desilusión al descubrir que solo era una
vieja botella de ron cubierta por una gruesa capa de algas y algunos
pedazos de coral adheridos. Volvió a relanzarla al mar y lanzo
nuevamente el sedal, solo que esta vez lejos de la botella.
Un
par de horas después tenía varias caballas a su lado, por lo que
dispuso a irse, pero la botella había flotado nuevamente hacia él.
Frunció el ceño y finalmente se decidió a tomarla. Tras remover la
capa de algas que cubría el vidrio pudo ver que había algo dentro.
La Luna se había ocultado un poco más y el frio comenzó a calarle
los huesos al viejo, por lo que sin más demora comenzó el regreso a
su cabaña.
Una
vez dentro tomo una oxidada saca corchos y abrió la botella. El agua
no había penetrado, pero aun así las hojas que se encontraban
dentro lucían húmedas, pero las letras escritas en una fina
caligrafía cursiva no estaban dañadas.
El
viejo Frederick tomo unos anteojos de una repisa y comenzó a leer.
El
mástil del Temido ardía como el cetro de un demonio entre las
oscuras aguas del océano. Solo un grupo de cinco tripulantes
habíamos sobrevivido al incendio. Richard Parker, un grumete que a
la larga se había convertido en el vigía; Heinrich Graf von
Altberg-Ehrenstein, un caza ballenas que había pasado toda su vida
en alta mar, literalmente; Harvey, hombre de gafas robusto y que
trabajaba como asistente de un prestigioso abogado; Mary Norton, la
cocinera muda del barco; y yo, Henry Crawford, el capitán del
Temido, un barco de vela tan veloz y grácil, que las demás
embarcaciones le apodaron de esa manera cuando lo vieron navegar por
primera vez.
Desde
hacía más de cuarenta años mi barco llevaba mercancías desde
Europa hasta Estados Unidos. Desde India hasta México.
Eventualmente, transportaba algunos pasajeros que se acercaban a mí.
En esta ocasión nos dirigíamos hacia Nuevo Orleans con un
cargamento de telas, especias, harina y otros suministros.
El
Temido había sobrevivido a las peores tormentas y huracanes del
siglo y nunca había dejado varada a su tripulación hasta el día en
que quedó atrapado en medio de una tormenta eléctrica cerca del
Triángulo de las Bermudas. Los relámpagos causaron el incendio, los
vientos avivaron las llamas y los toneles de aceite fueron el
combustible.
Así,
cinco completos desconocidos nos embarcamos en un bote salvavidas en
algún lugar del océano, con una caja de comida, poca agua y una
niebla tan espesa que no podíamos ver más allá de un metro de
distancia. Para amenizar el viaje, Heinrich contaba historias de
marineros sobre espectros y barcos fantasmas. Solo Mary parecía
interesada. Richard sostenía un rosario con una mano y de vez en
cuando emitía sonidos guturales parecidos a rezos. Harvey lucia
pálido y no hacía más que quejarse del vaivén de las olas y el
frio. Yo mantenía el ánimo del equipo en alto y lanzaba una bengala
cada seis o siete horas con la esperanza de que alguien nos viera.
Por
la madrugada, la niebla comenzó a hacerse más espesa y la aguja de
la brújula no dejaba de girar sin control. De pronto chocamos contra
el fuselaje de un barco más grande. Era una fragata artillada de la
Segunda Guerra Mundial y parecía más cómoda que nuestra pequeña
embarcación. Ate nuestro bote a una de las anclas y desembarque
junto con Heinrich para un patrullaje de reconocimiento.
El
navío se encontraba inclinado y la mitad de la cubierta estaba bajo
el agua.
Buscamos
el camarote del capitán. El cuarto era seco y fresco, Heinrich había
descubierto un faro y una vieja radio con la que mandamos un SOS en
todas las frecuencias y encendimos el faro para explorar los
alrededores.
En
todos nuestros años como marineros, Heinrich y yo no esperábamos
ver lo que vimos en ese momento. A unos cuantos metros, flotaba una
avioneta hecha pedazos junto a otros fragmentos de barcos,
aeroplanos, aviones y submarinos. Habíamos llegado al corazón del
Triángulo de las Bermudas: un cementerio de máquinas hechas por el
hombre.
Regresamos
al bote por el resto de la tripulación y dormimos en el camarote del
capitán por algunas horas. El tiempo parecía haberse detenido en
ese lugar maldito. Ninguno de los relojes funcionaba y pronto dejamos
de preocuparnos por ellos. Fue cuando Richard y Harvey
desaparecieron. De un momento a otro, dejamos de escuchar las quejas
y lamentos del asistente. Heinrich bajo a buscar el bote. Alguien lo
había desatado. No se necesitaba ser un gran detective para adivinar
lo que había ocurrido.
Mary
era la única que parecía preocupada, así que Heinrich y yo
mantuvimos en secreto la traición de Richard y Harvey. Heinrich
subió a la cabina de mando y encendió el faro. Entonces los vimos.
Heinrich peso que debía ser su imaginación jugándole una broma,
pero yo, el capitán Henry Crawford, pude verlos también.
Flotaban
en silencio cual cocodrilos desollados, carcomidos por peces y
tiburones. Tenían la piel pálida y podrida. Algunos de ellos se
zambullían y desaparecían por un momento. Militares, niños,
ancianos, hombres y mujeres, anónimos y prestigiosos; todos habían
muerto, o, mejor dicho, debían estar muertos.
Los
zombis acuáticos pronto rodearon el buque. Mary se encerró en el
cuarto del capitán. Solo quedábamos Heinrich y yo. El viejo cazador
de ballenas reviso los cañones y encontró una torreta que aun
servía, así como unas cajas de municiones. Yo conseguí unas cargas
de dinamita y un barril de combustible.
El
primer muerto viviente trepo por la cubierta y esa fue la señal que
nos indicó el inicio del ataque. Las cabezas de los zombis volaron
como ollas rotas. Heinrich era diestro con la ametralladora y yo
lanzaba cargas de dinamita al mar para dispersarlos. No sé cuántas
naves se habían hundido en ese lugar, pero los zombis salían del
mar por cientos y pronto comprendimos que nosotros también nos
volveríamos como ellos.
En
eso Heinrich señalo el horizonte. Como un guerrero que regresa de la
batalla, el Temido apareció majestuoso. Parte de la cubierta estaba
quemada y el mástil estaba hecho añicos. Sin embargo, seguía
navegando tan veloz. Richard y Harvey habían ido por él. Pero tal
vez demasiado tarde. Al entrar al camarote del capitán encontramos a
Mary siendo arrastrada sin vida por la habitación.
El
señor Heinrich y yo subimos al Temido sin decir nada, y justo a
tiempo, pues en ese momento la fragata termino de voltearse y
hundirse. Los zombis acuáticos los habían volteado y ahora
iniciaban la persecución del Temido sin éxito. Realmente era
sorprendente ver como braceaban, parecían ser tortugas o mantarrayas
en lugar de cadáveres vivientes
Pero
Harvey no había sido sincero con nosotros al relatarnos como
convenció a Richard de que fueran a por el Temido: durante su viaje
habían sido atacados por los zombis acuáticos y sus heridas eran
graves y se infectaban con rapidez. Una noche lo encerramos en la
bodega del barco.
Heinrich
pronto presento los mismos síntomas y al verse contagiado, el
cazador de ballenas se tiró al mar.
Solo
quedamos Richard y yo. Pero hace unas horas mientras dormía escuche
un disparo.
Salí
rápidamente de mi camarote y lo llamé a gritos. Al no encontrarlo
decidí a buscar por el barco, el cual estaba extremadamente
silencioso. Lo encontré en la proa con un disparo de su carabina
justo en la cabeza. Sus ojos y boca aún se encontraban abiertos y la
expresión de su cara era del más absoluto terror.
Las
olas golpeaban con fuerza al Temido. El sonido que hacia el agua al
chocar con la madera era todo lo que se escuchaba. Yo estaba
confundido, no entendía por qué Richard había tomado dicha
decisión, dejándome solo después de lo que habíamos pasado.
Con
cuidado cerré los ojos del difunto y como era debido le coloqué una
moneda sobre cada ojo.
Escuche
ruido detrás de mí. Henry había escapado de la bodega. Se abalanzo
sobre mí e intento arrojarme al mar. Me defendí lo mejor que pude
tratando de que no me hiciera nada de daño y finalmente logré
lanzarlo a la fría agua. Las olas tardaron en llevárselo, pero
mientras luchaba contra las olas por volver a subir pude escuchar
como rasguñaba la madera del casco.
Sin
embargo, al levantar la mirada mi rostro debió transformase en una
mueca de terror idéntica a la de Richard. Lo que parecía ser una
formación rocosa se alzaba en el horizonte, donde dos montañas
brillaban como volcanes activos.
Corrí
al timón, ya que el Temido se dirigía descomunalmente rápido hacia
allí. Las aguas no me permitieron girar. Las brasas se acercaban más
y más mientras aquello se hacía más grande y el hedor que había
por allí de lejos fue lo peor que olí en toda mi vida. Entrecerré
los ojos y escudriñé el horizonte; aquello no era montaña, era una
horrenda criatura cuyos ojos brillaban como fuego del infierno. Su
aliento era lo que ocasionaba aquel olor fétido, pues su enorme
mandíbula se hallaba abierta dispuesta a triturar todo lo que se
encontrara en su camino.
Fui
a por la carabina dispuesto a usarla, pero la arrojé al mar. Mi
tripulación tenía la salida fácil, pero yo no, mi honor no me lo
permitía.
Hace
unas horas que nos acercamos y estamos por alcanzar la boca de la
criatura. Es por eso que escribo esta relación de hechos. Si alguien
llegara a encontrarla, yo, el capitán del Temido, Henry Crawford,
doy fe de su veracidad. Porque después de todo el capitán se hunde
con su barco… o es devorado con él.
El
viejo Frederick se quitó los anteojos y comenzó a frotarse las
sienes, confundido. Aquello que había leído le trajo varios
recuerdos que se fundieron en la nada cuando un gruñido estruendoso
resonó por toda la playa. Al instante la tierra comenzó a temblar.
El viejo Frederick se puso en pie y se asomó a la ventana. Estaba
oscuro, pero ya no tanto. Dos enormes ojos como volcanes activos en
el horizonte miraban directamente al frente mientras una enorme
mandíbula que despedía un pestífero aliento succionaban el agua
del mar... y con ella la isla.
Comentarios
Publicar un comentario